Oga ladró al ver a la pareja que venía de frente hacia
nosotros. Nos detuvimos. Las figuras crecieron hasta revelar a una dama con el
cabello rubio recogido en un apretado moño; trotaba a buen ritmo acompañada de
su perro. Retiró el sudor de su frente con la toalla de su brazalete y coqueteó
con la mirada. No hubo tiempo para ver en detalle el color de sus ojos, rápidamente
nos daba las espaldas dejando en la retaguardia el gruñido del salvaje, que
hizo el ademán de soltarse para propinarnos un mordisco. Observamos hasta que
se desvanecieron por el sendero. Volvimos a lo nuestro, hacer deporte y completar
el itinerario. Es saludable aprovechar la madrugada en trotar por el
vecindario. Abandonar la casa, tomar a la derecha y avanzar en todo lo que dura
la calle del cementerio; dejar atrás su espantoso silencio y cruzar el Parque
del Retiro, en eje longitudinal hacia el tráfico que se despereza entre las
ruidosas multifamiliares. Bajar el ritmo para observar el sol pasar mansamente
sobre los ventanales, como un láser leyendo los dorados códigos de los
cristales.
Los
tejados sueltan los caballos pura sangre de sus vivos colores al disparo del
día. Descender el graderío hacia el muelle y trotar por la arena relamidos por
la espuma del Pacífico. El regreso es por la calle del Museo de Cera, el Banco
y el mercado.
Vivimos
solos. Yo me dedico en casa, según el guión, a editar películas que me entregan
en bruto los de la Acqua Obnubila Cinema Pictures. Oga a escarbar en el jardín
y cuidar la biblioteca.
Oga,
se acercó al poste para marcar terreno. Entramos a casa. Pronuncié las palabras
mágicas para recobrar la identidad. Oga dejó de ser un perro San Bernardo para
mostrar sus alas semitransparentes que chirriaron, al estirarse, con el sonido
de la paja seca castigada por las lenguas de una fogata. Emergieron sus caninos
y se acomodaron sobre la mandíbula, relucientes y curvos en su esencia
marfileña. Los ojos de Oga, cesaron de guiñar el candor propio de las especies
de este mundo y ahora su mirada, sin brotes de humedad, se plantó maciza en las
órbitas oculares.
Bufó
como señal de hambre. Le extendí unos daldos recubiertos en salsa de hipogrifo
y los engulló satisfecho, luego se marchó a plantarse frente al portón de la
biblioteca.
En
mi caso, al retomar mi identidad, el cambio fisonómico que experimentaba no era
muy llamativo, a no ser por la crecida de las orejas hasta toparse sobre la
cabeza y las agallas que se hacían visibles sobre las costillas. Entonces, con
la transformación, viene la hora de meterme en la piscina y volver a mi reino de
agua.
Lurco
se sumergió en el agua de la gran piscina, conectada interiormente con siete
mares terrestres, tres vestacianos y ocho del mundo de Pigha. Con infinita
calma transcurrió el día en el interior de la casa. Oga; estoico, resguardando
la biblioteca y Lurco, en el fondo del mar, cortando y pegando los cuadros para
armar una nueva película. Disfrutaba poco el oficio, pero le mantenía los dedos
ocupados y la mente alerta, por el momento era lo mejor que el Programa de
Identidad podía darle. Luego de asesinar al rey de Zafragda, fue menester darle
una identidad secreta y el Programa escogió para él una de apariencia humana,
de un planeta diminuto perdido en la axila de la Vía Láctea.
Lurco
dubitó en cortar o no una escena en que Dorothea Pax zafaba el nudo que los
cuerpos de dos androides se habían hecho al ejercitarse en “Kamasutra para
robots”. Consideró que era poco enriquecedora la secuencia para la trama y la
suprimió sin desecharla, con la idea de unir esos rezagos de edición para
empatarlas en una gran película que la titularía “Zapping”. Terminada la escena
diez del segundo acto, enrolló el carrete y lo remitió a través del tubo de
comunicación. Ahora, tenía tiempo, antes de volver a la superficie para meterse
en alguno de los mares interiores.
Eligió
la puerta hacia el mundo de Phior y emergió en una de sus playas para tenderse
a sus anchas y tostarse el encéfalo con los rayos infrarrojos de Aldebarán. Al
rato se desperezó agradecido de que las ondas ultravioleta hayan eliminado las
garrapatas telepáticas de su cerebro. Aprovechó, dando una gruesa bocanada de
la atmósfera azufrada y regresó al agua, cruzó la puerta interior, restaba
salvar un mar terrestre y de allí filtrarse a la piscina de su casa para
emerger a la superficie y retomar su identidad cifrada.
Su
poderosa brazada alcanzó las gradas y salió caminando para levantar una toalla
y saltar en un pie para destaparse el oído. Retomaba su forma humana a la hora
en que amanecía.
No
podía ocultar su incomodidad, dentro de un cuerpo tan limitado de sentidos, la
sensación de la lengua repasando los dientes era incómoda y el runrún del
corazón irritaba sus pensamientos, pero estaba vivo y oculto, eso era lo
importante. Allí no lo encontrarían, hasta el planeta era difícil de localizar
porque
no figuraba en ninguno de los mapas estelares. Suspiró. Se
había vestido, meditando en la practicidad de aplicar a un club de nudistas
para no tener que ponerse otro cuerpo encima.
Oga
también era otro. Raspaba en el jardín y sus alas se habían replegado dentro de
la espalda e integrado a los jugos gelatinosos de su médula espinal. Destripaba
un oso de peluche y babeaba incesante. Lurco ajustó en su muñeca un extremo de
la correa y el otro lo prensó en la gargantilla del perro. Salieron a la ciudad
para su trote habitual. Esta vez hicieron el recorrido en sentido inverso. Ascendían
el graderío que les sacaba del malecón y cuando se percataron de la presencia
de la pareja fue ya muy tarde, el perro de la vecina había mordido al suyo y
los dos se habían trenzado en una salvaje riña. Lurco soltó la correa y ella
hizo lo mismo, librando las bestias a su suerte. En un momento de la pelea, se
crispó la espalda de Oga, mostrando un tajo en la piel por la que brincaron
rápidas sus alas, como navajas convocadas en un duelo malevo; fue de gran
utilidad esto porque elevándole unos metros, hizo pasar de largo al mastín
enemigo. Oga descendió con vitalidad ya exhibiendo en sus patas unos garfios
capaces de, con un pellizco, abrir un boquete en un acorazado. Lurco sintió
compasión por el perro desafiante, visualizó el plasma del animalito manchando
el asfalto y achicó las órbitas oculares esperando el crac del destace. Oga
cayó con los huesos craneales triturados por la descarga, rodaba el graderío,
le acompañaba desde su garganta el intenso alarido que los dragotaurios de
Hekión dan al abandonar para siempre sus cuerpos. Ahora, se alzaba el enemigo,
revelando su auténtica forma, se trataba de una rústica criatura que Lurco solo
había contemplado tras los barrotes de los zoológicos transmagallánicos.
Cuando
volvieron a sus cabales los mecanismos humanos de la supervivencia, la
adrenalina le había catapultado escaleras abajo arrastrando la mascota y
dejando un grueso hilillo de sangre como rastro.
“Me
han descubierto. Si solo Oga hubiese mantenido la calma.
Tenía
el idiota que revelar su forma. Caímos en una trampa; la rubia de silicona sin
duda es uno de los soldados de Capria, un agente tentador para que alguno de
los dos revelara su identidad.
Le
tocó al perro y me ha jodido el bastardo”. Lurco ya no podía entrar en la
mansión, sin duda estaba cercada y los agentes enemigos estarían elevando al
nivel de ebullición su piscina para hacer salir a otras posibles criaturas ocultas.
Por fortuna en este programa de protección solo estaban involucrados él y su
perro.
Sacudido
por la velocidad de los eventos advirtió que el cadáver aún continuaba aferrado
por la correa a su muñeca. Estaba en la mitad de una plaza pública, el tráfico
se había detenido para observar la escena, los transeúntes se alejaban gritando
y una cuadrilla de policías le amenazaba con sus armas. Recordó el protocolo de
fuga sobre cierta cláusula que le instruía de qué hacer en caso de ser
descubierto: revelar su forma y combatir hasta la muerte o en su defecto,
lanzar un mensaje de auxilio al sistema militar más cercano, zambullirse en uno
de los mares y esperar la ayuda. Lurco estaba cansado de esta escena, que se
había repetido una y otra vez en distintos planetas donde, camuflado en otros
cuerpos, fue descubierto y asistido por la patrulla del Programa. Si lo hacía,
si elevaba su corno y soplaba las notas apropiadas que pedían auxilio, en poco,
de la estación más cercana: Cráter Tycho; una partida de seres platinados
bajarían con sus luces cegadoras para envolverlo en un torbellino de fuego y
elevarlo a mejor recaudo. El mar estaba muy lejos para sumergirse. Oga, su
entrañable mascota, había muerto y con mucho pesar se quitó el brazalete que
los unía.
La
edad de Lurco era de tres mil años; había dejado su planeta hace mil de ellos y
vagado por el Universo conocido, escondiéndose de cuando joven y desaprensivo,
asestó una daga a esa maléfica dignidad que apoyaba el tráfico de alucinantes
hacia su planeta. A partir de entonces fue un protegido. Siempre estarían agradecidos
con él por haber eliminado a una sabandija de esa calaña, e inclinados por el
carácter épico que había ganado su hazaña, le preparaban, siempre que las
circunstancias lo exigían, un nuevo cuerpo en un nuevo planeta, para refugiarlo
en velados lares, oculto a las manos vengadoras de los caprianos.
Lurco,
a falta de mar, hubiese podido arrojarse en la pila de agua de esa bella plaza,
adornada con angelotes bonachones en jaspe que le sonreían con displicencia y
le mostraban sus tensados arcos.
El
agua le seducía, pero esta vez le costaba huir. Estaba cansado de esconderse, así
que retuvo una poderosa inhalación de aire y al exhalar hizo saltar la piel
humana que ocultaba su identidad.
El
príncipe Lurco ahora era visible, se trataba de un gigante, que erguido
rivalizaba en imponencia con los altos edificios de la ciudad.
¿Cuál
de los soldados de Capria se atrevería ahora a enfrentarlo? La rubia, liberada
de su atolondrado cuerpo humano le salió al paso. También se mostraba tal cual
era, una colosal hembra musculosa, con tenazas, punzones y brocas iridiscentes.
El combate resultó espeluznante y de haberse programado, en cualquiera de las
mejores arenas espacianas, la taquilla sería cuantiosa. Sin embargo, ninguno de
esos recios aficionados pudo contemplarla, salvo los ateridos humanos, que
marchaban a esconderse.
Al
final de la pelea, con la rubia a punto de quitarle con un nuevo manotazo las
hilachas de luz que le aferraban a la vida, Lurco sacó su ocarina de hule para
hacer la postergada llamada de auxilio. En poco asomaban los tipos de la
Patrulla Tycho y retiraban a Lurco de la Tierra.
Lurco
despertó en el Policlínico. La mirada de una bella mujer le daba la bienvenida.
—Hola
cariño —le dijo ella y luego al oído añadió—, eres un felino de Mautracia.
También estoy en el Programa. Somos pareja en este nuevo mundo.
La
cariñosa dama repasaba su áspera lengua por el rostro de Lurco sin escatimar en
dulces ronroneos y llenarlo de mimos. No le hizo falta levantarse en busca de
un espejo, su forma era clara; la veía reflejada en los grandes ojos de su
nueva compañera. Era la variación de un gato, el príncipe Lurco dijo “Miau”
para comprobarlo.
email: jminop@gmail.com
FINALISTA Ciencia Ficción: "LA PEREZA EDITORES". Miami - USA
Publicado en la Antología "Huevo de Pascua y otras ficciones"2014:
AYER SERA OTRO DIA © identidad.
9 Relatos de Ciencia Ficción.
Registro: Jan 5, 2015 2:59:03 AM UTC | Código: 1501052906627
Tipo: Narrativa, Relato
email: jminop@gmail.com
Ilustración: Sadock. 2013.
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