Los viajes en el tiempo daban sus primeros pasos y era posible abrir un boquete para ensartar una cánula auditiva y hacer que emergiese un viento temporal portador de los sonidos del pasado.
Tres cronopulsos por segundo. El trépano de plasma horada el tiempo. Cuando el indicador invade la zona naranja el operador baja la cabeza en señal de aprobación, lo que obliga a sus asistentes a introducir los arcos de contención y así evitar que las paredes temporales se vengan abajo. Han llegado.
Ingresan a las 8:15 de la noche, es agosto 12 de 1920. Se ubican a tres metros de la zona cero, no es el centro como estaba previsto sino en una esquina de la habitación, lo ideal hubiese sido encima de la mesa de trabajo donde Ismael Chediak teclea su Olivetti. A pesar del mínimo error de distancia los registros son buenos y caven en el rango del micrófono.
El operador se calza los auriculares, hace ajustes mínimos y constata, en la hoja de ruta, que esa noche el objetivo trabajará hasta cerca de las once de la noche.
Leopoldo Nielsen libera el tambor de registro para que el punzón fonográfico capte los sonidos del pasado. Con la carga cebada resta dejar que corra el tiempo y esperar.
Hasta tanto activa otra caja y orienta una nueva aguja del cronofono hacia el pretérito, concretamente a la frontera entre Cretácico y Terciario cerca de la gran extinción.
Sus manos nerviosamente humedecen los pomos de acero regulando los controles y su corazón experimenta un vuelco ante la sensación de ser el primero en abismarse sobre tales agrestes parajes.
Llevaban ya semanas intentando situar el opertor en medio de una pelea de dinosaurios porque el cliente se mostraba interesado en adquirir, para su colección, el audio de la riña entre un Triceratops y un Rex. La compañía había invertido en un nuevo trasductor piezocuántico y si volvía otra vez con la banalidad de una tormenta eléctrica o con chasquidos de lava al contacto con el agua lo iban a molestar, sin embargo, la expectativa era grande sobre esa época y un coleccionista menor pagaría por cualquier cosa venida de ese periodo.
Peinaban el valle sin mayor éxito, aunque ahora tenía una variable a su favor: los instrumentos advertían escasez de comida y esto ponía nerviosos a los animales. Ancló la señal al tallo de un helecho y dejó en automático la búsqueda. Asegurado el sedal volvió sobre la Olivetti de Chediak.
Le invadió la nostalgia al pensar que los sonidos desaparecían cuando los objetos perdían utilidad y se esfumaba no solo la evidencia física de su existencia sino también los ruidos asociados: locomotoras a vapor, discado de los teléfonos, el runrún del microondas, la multitud arengando en una fena, el tilacino llamando a su hembra, etc.
Eran ya cerca de las once y la cuota estaba por cumplirse. Dejó correr un exceso del carrete para contar con una extensión adicional en donde fijar las pinzas de edición; en ese lapso el sistema detectó la irrupción de un sonido poco coherente con el entorno y fue interpretado por el ordenador como un mix entre bisbiseo, balido, ulular y tintineo.
Subió las canastas y tras una breve ojeada lanzó un carajazo molesto con lo del Cretácico; al parecer habían pescado otra estúpida tormenta tropical. Un estudio detallado de su espectrografía sonora descompondría otros valores y quizás en el fondo encontrarían algo provechoso en postproducción, departamento lleno de tipos persistentes tanto como los anacrónicos cribadores de oro enla vieja Alaska. Los carretes pasaron a este departamento que encontraría estas agujas del pajar.
Nielsen, ya para concluir su turno, atendió un caso de arqueo-criminalística forense; se vio envuelto en un peritaje para discernir sobre si en un cruce de balas, entre los de la Policía Comunitaria y la Policía Federal en una ciudad mexicana hacia el año 1980, estaba involucrado un tercer grupo en el tiroteo. Aisló el audio evidenciando calibres 7.62 de AK-47 y 2.23 de AR-15 que confirmaban dos bandos en la refriega, sin embargo había fotografías de patrulleros alcanzados mostrando agujeros en el toldo por lo que se presumía un tercer grupo involucrado; en concreto querían saber si hubo intervención aérea o desde algún sitio elevado en la cercanía.
Sincronizó el dial en las coordenadas asignadas hizo la grabación y la triangulación del campo tonal reveló descargas de AXk 78 confirmando un aéreo en la zona. Firmó el registro en calidad de perito cronotemporal y volvió a casa.
Nielsen vivía solo en una enorme mansión decorada con excentricidad. Tenía buen salario para un técnico de su clase y gastaba, a juicio de su madre, demasiado dinero en arte moderno levantando paredes solo para colgar cuadros nuevos pertenecientes a la neo-abstracción del Mar del Plata; el resto de la estancia era minimalista, todo oculto tras paredes crema, aspecto que contrastaba con su estudio/laboratorio instalado en el subterráneo donde extraños aparatos se regaban sin orden aparente.
Al siguiente día Nielsen tendría el turno de la noche y aprovechó la mañana para averiguar detalles sobre la vida de aquel escritor. En la biblioteca se ocupó de ojear sus novelas y compró su biografía, visitó además el barrio de San Tadeo y paseó por su casa, ahora convertida en museo donde le llamó la atención el grupo de figurillas antropológicas recolectadas en sus viajes. No había consenso y eran varias las hipótesis de las circunstancias de su deceso. Iban desde, atribuida a su distraída mente, terminar bajo las aspas del tranvía al salir de su estudio (por coincidencia la misma noche en la que se estaba recolectando los sonidos), hasta haber sido atacado por alguna especie de felino. No es descabellado esto porque se sabe de gente rara que se las ingenia para meter animales exóticos desde el extranjero y un buen día, al menor descuido, escapan; recuerdo que una boa constrictora emergió desde el desagüe del baño de algún inquilino en el Bronx.
Lo del gato salvaje era una buena pista a seguir. El sonido de fondo, una vez aislado y cotejado con el banco de datos, mostró correspondencia con un instrumento ancestral de viento, propio de una tribu africana, utilizado en ceremonias para atraer e invocar a los felinos, (el chamán recubierto de una finísima capa en cuero de antílope, bajo la protección de su ilusorio manto de invisibilidad, se acercaba al tigre y sorbía sus cualidades que, más tarde, las transmitía a sus guerreros valiéndose en escupitajos; también se usaba este parafernal artilugio en mínimas, pero mortales dosis, sobre un individuo para causarle mal de ojo inclusive lograr la presencia física del animal y el consiguiente ataque).
Sintió la tentación de desplazar la aguja unas horas al futuro y resolver el misterio, quizás los sonidos podrían guiarle sobre los aciagos eventos que estaban por devenir.
El rito de la lectura del libro en papel, contraria a la digital, convoca una lámpara, con luz amarilla desde la veladora, una somnolencia que leuda a medida que avanzan las páginas, el silencio que se aposenta y abre ecos hasta que el libro cae indolente para amanecer ajado entre las sábanas. Leyendo una novela, un par de cuentos, la biografía de Chediak junto a algunas notas de prensa ató cabos sueltos. Chediak había apadrinado un estómago africano a través de una Fundación detrás de todo esto, funcionaba así: Antes de que se convirtiera en grasa el exceso de nutrientes, un artilugio instalado en el intestino era el encargado de transferir hasta la central de acopio la energía, allí se llenaban cápsulas verdes que eran enviadas al África y con ellas se engordaban a los pobres muchachos.
En su escritorio se encontraron fotografías de los chicos apadrinados, antes y después del tratamiento, pasando milagrosamente de enjutos mamotretos humanos a obesos transeúntes.
De regreso a su oficina, el día lunes, el ambiente era pesado. El sedal había izado una estúpida tormenta tropical y tenía a su jefe malhumorado. Buscó inspiración en los afiches conmemorativos que decoraban el pasillo hasta su oficina, uno en particular le daba buena vibra, se trataba del primer sonido rescatado del pasado, perteneciente a la explosión de una bombilla de 25 watz que Edison había utilizado en sus ensayos. Se sentía optimista y pronto vería sus esfuerzos recompensados. Bajó la canasta al Cretácico.
Con el tubo ubicado a 65 millones de años, en lo que hoy es Alberta Canadá, los sensores alertaron que entraba en rango un enorme animal de 3.2 toneladas y aproximadamente 6 m. de largo. La tabla de clasificación confirmó a un Magnosaurio distraído y ocupado en desenterrar tubérculos para la cena.
Inesperadamente, abandonando el sigilo, un Rex saltó intrépido sobre su antagonista despellejándole el cuello al primer mordisco. La refriega dio paso a una floritura de espeluznante barullo entre los colosos que pusieron a Nielsen la carne de gallina, así que prefirió sacarse los auriculares y dejar al aparato que haga su trabajo en soledad; quedaba sí atento solamente a la aguja indicadora que danzaba inmisericorde.
Cambió el dial en busca de una tranquilidad que pensó encontraría en el estudio de Chediak, seducido por la idea de refugiarse en aquel sonido monótono y acompasado del teclear de su máquina antigua, se dejaría llevar por la corriente hipnagógica del incesante pulsar de las teclas. Pero allí también se desató el caos: una pantera se paseaba rugiente por el departamento, ladeaba su cabeza y su boca exudaban viscosos hilos de baba que manchaban el tema floral de la alfombra.
Con la ejecución de Chediak, a manos de esta fiera, saldarían un ajuste de cuentas. Chediak había presentado una demanda por estafa y junto a otros afectados se hicieron arrestos importantes, pues se descubrió que en vez de alimentar a los niños famélicos como se había acordado, desviaban las aportaciones engordando cerdos que luego exportaban a Dinamarca. La Fundación había quedado desenmascarada y se aplicó torniquete a las contribuciones hasta que la Justicia cerrara el ilícito negocio.
Nielsen en una jugada inédita, en respuesta al alarido de terror que lanzaba Chediak pidiendo auxilio, desvió el audio capturado de la riña entre dinosaurios y lo liberó justo a tiempo en el piso del escritor. El efecto fue inmediato, temeroso el felino huyó a refugiarse en el averno de donde había salido y desapareció de escena.
En un bien menudito recorte esquinado de un diario de la época destacaba, como insólita, la declaración de vecinos que, desde Queens hasta el Manhattan, habían escuchado espeluznantes gruñidos. Todo corroborado por las llamadas a la policía quejándose del alboroto en esa tarde noche.
Las bestias se sosegaron dejando en pie al Rex en tanto que el Triceratops crispaba agónico, sobre los risos del aire quedaba suspendido un hilillo acústico casi inaudible a modo de réquiem, dando así el punto final a su vida de gigante con aquel fugaz suspiro.
Quedó en el misterio la singular irrupción y pronto el alud de nuevas cosas que se suceden vertiginosamente en Nueva York sepultó las indagaciones.
Nielsen tenía poca carga. Apenas había atinado a subir las dos cañas en el último momento antes de que se diluyese la señal. Mintiendo, reportó otra tormenta tropical, esta vez de relámpagos, junto a la cansina Olivetti de Chediak.
En consecuencia, de esta jugada de último momento, comprobó que el futuro había cambiado y Chediak disfrutaba de una longeva vida, más premios y éxitos; volvía a morir sí, pero esta vez rodeado de nietos en la calidez de su nuevo hogar en Lagoa Jupaba.
Pese a haber perdido la carga estaba complacido de haber salvado la vida de Chediak.
El lunes en la mañana acudió al trabajo y ejecutó una vez más su libreto: durante la extracción se echa en la barra, que es hueca, un chorro de partículas sigma sub b que inhibirán la agitación del flujo temporal; en el argot de los sonidistas esto es “soltar el barro pesado”. Se abren las seis portezuelas y se introducen los cartuchos magnéticos independientes: arriba, abajo, extraño, encanto, bottom y top. Se Cierra el obturador sincrónico y pulsa el control para inocularlos en el pozo y consolidar el boquete de salida…
La orden de trabajo le indicaba sumergirse en el Cretácico y persistir en la grabación de las bestias, aunque se hacía obvio donde hallaría la respuesta.
En el laboratorio de revelado estaban felices con el hallazgo y la noticia de que por fin se había conseguido grabar la pelea se corrió por toda la oficina.
Las pruebas de fidelidad resultaron confiables, sin embargo un técnico de postproducción involucrado en las decantaciones llamó a Nielsen a su oficina:
-Enhorabuena, buen trabajo.
-Gracias
-De tu captura filtré el sonido de fondo y encontré el chasquido de una Olivetti, el rugido de una pantera, el grito de un humano y el ruido de una urbe incesante; claro que disimulado todo en un mix bien disparatado. El carrete ya está limpio –echó a reír y le tendió el sobrante con los ruidos parásitos –por si quieres conservarlo. El original depurado ya está en manos del jefe.
El técnico le debía favores y se los estaba pagando.
-Posiblemente usé un carrete sucio –dijo Nielsen a modo de disculpa-, lo borraron con descuido y se fue todo eso.
-Sí. Es muy probable.
Se despidieron con un apretón de manos y cada cual a lo suyo.