domingo, 15 de julio de 2018

Komttzu


Komttzu esclavizó al planeta. Su nombre es onomatopéyico, deriva del sonido ¡kom! que lo hace al levantar el pie y ¡ttzu! cuando lo asienta. Ha aceptado que los del pueblo le llamemos así, pero añadiendo el prefijo “Do”, que significa magno, aristocrático, excelso: “Do Komttzu”. Pero, los ungidos, los sacerdotes de mi estirpe, sí estamos obligados a pronunciar –leyendo si dubita la memoria, sin decaer la inflexión de la voz– los veinte dígitos que conforman su verdadero nombre.
Ha resultado un buen regente, ahora que ha devastado a toda la clase guerrera del planeta y a todos quienes osaron levantar su voz para protestar por sus arbitrariedades. Impulsó acertadamente la construcción de robots a un nivel inalcanzable para las mentes humanas: ahora tenemos máquinas excelsas para explorar los cielos, que sin necesidad de astrónomos auscultan el espacio e imprimen boletines diarios con sus descubrimientos. Los hospitales funcionan impecablemente, como lavadoras de autos si se quiere: uno acelera alicaído por el corredor y sale del otro lado, en cuestión de minutos, retocado como un brillante cadillac, regenerado hasta la dentina. Así que la expectativa de vida ha aumentado, los pocos decesos que ocurren son producto en su integridad al descuido de acercarse demasiado a esas cajas metálicas, de color naranja, que Komttzu ha diseminado por todo el planeta –sus neuroretentores dice– que despiden la mortal carga de voltios. Por lo demás es inofensivo. Nunca la civilización estuvo más organizada. Una de sus primeras purgas que hizo fue matar a todos los sacerdotes de cualquier religión, incluidos monjas y feligreses; solo estamos los ateos conversos y el remanente de las otras religiones, que a la luz de la ciencia, Komttzu les ha inculcado el paradigma de la razón pura.
Do Komttzu es un ser, en todo lo cerebral y metódico, bastante extraño por cierto, nuestros psiquiatras diagnostican paranoia, detesta hacerse atender por las máquinas, dice apreciar la suavidad con que le tomamos los signos vitales y eso, por si solo, es un halago para todos los de nuestra especie. El informe explica su tendencia de interrumpir su marcha y voltear hacia atrás, atacado por la idea de que lo están persiguiendo; cambia la voz para despistar a alguien, sorpresivamente fija nueva residencia y mantiene costosos dobles de aluminio prensado para exponerlos en los desfiles públicos, temiendo ser agredido. Ha llegado al exceso de hacerse instalar cabellos humanos, de pelirrojas donantes; sabemos que los folículos han sido admitidos por su enmarañada red de cables y circuitos y hasta gozan de la diaria alimentación para mantenerse saludables y brillosos. Confiesa que de todas las costumbres humanas, esa de alisarse los cabellos, cada mañana, es la que más le entusiasma y es así como inicia el día para dar paso a sus largas audiencias en que resuelve con sabiduría todo lo que le traigan para el análisis. ¿Envenenar el shampoo de sus cabellos para matarle? No es mala idea, pero nadie ha intentado deshacerse de él. Solo son ideas. Ya no hará falta maquinar tales cosas, los que deseaban se fuera deben sentirse a placer; en mi calidad de ungido, por casualidad, al llevarle en la mañana la peinilla de cuarzo lila que corresponde a los días martes, para acicalar su cabeza, atendía a un extraño y por casualidad escuché este diálogo, que me ha erizado y se daba en el siguiente tono:
–Así que ¡Komttzu Do!
–Do, por delante que significa...
–¡Sí!, ¡sí! ya lo oí... rey, emperador, regente y esas cosas. Has hecho de este planeta un alcázar de la ciencia. Y has mandado a bordar ese ridículo emblema por todos lados: “Solo existe lo que la ciencia puede explicarlo” y si es como dices ¿qué sería lo demás?
–Ilusión.
–Papá se reirá de esto. No tenemos mucho tiempo para regresar a la nave. Estábamos a un año luz de distancia cuando le expliqué que mi juguete favorito se me había quedado olvidado en la Tierra. ¿Tienes aún instalado el circuito con las instrucciones del último juego en el que estábamos inmersos?
–Sí –cabizbajo– como usted lo dejó. Yo era un detective en su último juego, me cuidaba de ser perseguido  y dudaba de todo el aceite que me ponían en la mesa porque fui notificado de que se planeaba algo en mi contra.
–Bien, entonces podemos seguir jugando cuando nos marchemos.
Los seguí de cerca. Ya en el bosque, con mucha precaución, me descalcé para que mis pasos no alboroten las hojas secas. Los vi subirse a una ruinosa nave con forma de botija púrpura. Regresé con premura a casa para encender el receptor. En un golpe de audacia, hace poco, le había instalado un micrófono interestelar en un folículo piloso de una terminal de su cabello y temiendo que se distancien más allá del rango de recepción, lo encendí, con temblorosa curiosidad, escuchemos:
–Gracias por dar media vuelta para recuperar a Dohyo, mi juguete preferido, allá se hacía llamar Komttzu.
–Con “Do” o sin “Do”
–Con... pero... disculpa que te moleste con estas cosas, es que... ¡la mascota!, el Troonte... no está, ahora él se nos ha quedado.
–Lo siento amiguito, ¡no regresamos!... aprende a cuidar tus cosas. ¡Lo que nos faltaba! Un juguete: pasable, pero... olvidarse el perro en un planeta extraño, eso puede resultar peligroso.

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