Laura dormía con el biberón en la boca. Los gemelos habían salido al colegio. Sonó el claxon allá afuera. Helena lucía un vientre con seis meses de embarazo. Inició un bostezo y yo alcancé el respaldo de la silla por recelo a caer en el cráter de su boca. Volví a respirar cuando su lengua retornó a la oscuridad del húmedo sarcófago.
—Ananías —dijo—, ¿sabías que antes del Barroco no existía la función de director de orquesta? La tarea corría a cargo del primer violín. En el XVII aparecen los primeros directores que se ayudaban con un grueso bastón para dar golpes en el suelo y así marcar el ritmo a la orquesta. Lully, un compositor francés, mientras dirigía con el bastón, se golpea con fuerza un pie, lo que deriva en gangrena.
—No lo sabía. —Ella decía estas cosas para motivarme a retomar el instrumento; hace meses que seguía en su estuche, tirado sobre el sofá del recibidor. Era predecible que Helena después abordaría la anécdota de Phillip Brain y lo de Montserrat Caballé obsesionada en llegar, con su voz, al sonido más cercano al silencio.
—…¿cómo pudo lograrlo? Aunque pensemos en complicados ejercicios vocales, la técnica de Caballé se basa en una profunda respiración abdominal y en un poderoso control de los músculos, de manera que el aire sale en nimia cantidad y, a su paso por las cuerdas vocales, produce un sonido nítido pero de escaso volumen. Así se entiende que la soprano en su primer año de canto sólo realizara ejercicios respiratorios (¡con expiraciones de algo más de dos minutos!) y ejercicios gimnásticos abdominales (tal vez viéndola hoy nos cueste creerlo). Se ha hecho famosa por su increíble pianissimo…
—¡Ya párale… amor —bajé el tono. Si me enojaba me costaría tiempo y dinero arreglar las cosas. Tiempo me sobraba, pero el dinero no—. Está bien, haré algo al respecto; mira, he encerrado en círculos rojos algunos anuncios en clasificados.
Helena tomó el periódico de la mesita y leyó en silencio, luego aventó con disgusto el papel.
—Lo tuyo es la música amor. La mú-si-ca —dijo, espaciando las vocales para volverlas una triada. Luego retiró un cuarto objeto sobrante de la mesilla, se trataba de mi pipa que la había olvidado junto al televisor. Ella es así, obsesiva en mantener el número tres a su alrededor: a veces sospecho que tiene un tercer ojo que lo abre para dormir.
—Qué pasa ¿no dices nada?
—Imaginaba solamente; pero... Sí, tienes razón.
Me retiré a la sala para abrir la maleta. La luz solar bañó el violín de un perlado café rojizo. Bajé la tapa con violencia para interrumpir la seducción y me aparté convulso y transpirante. El violín me tentó a levantarlo, como si fuese el niño Dios y yo un aprendiz de santo; digno ya de tomarlo en brazos.
Me senté en un sillón mientras Elena entraba para darme alcance:
—¿Recuerdas Ananías cuando reclamabas que yo cierre los ojos y en vez de usar el arco pulsabas las cuerdas con los dedos? Entonces entraba el violín en pizzicato, regalándome la ilusión de que las notas eran gotas de lluvia. En mi cumpleaños, decías; aún lo recuerdo textualmente: “Recurro a mi violín para entregarte los matices del rojo que no encontré en las rosas”. Desnudo, con el instrumento en la mano, entre la exigua luz de la alcoba, sobre su lánguida fosforescencia y velado espectro tocabas para mí. Frente al contraluz de la ventana te desgranabas en hondos sentimientos; en tanto que yo era capaz de confundir tu cuerpo, con un generoso tallo silvestre y meterte en un jarrón de vidrio, con agua de montaña, a que alegres la sala de estar.
En otras ocasiones creíamos, que con avivar la chimenea y sentarnos a leer, era suficiente. Pero tú; sacabas de la manga al enigmático señor de madera, archienemigo del tedio y con un abanico de efectos enseñabas al fuego la manera correcta de comunicar su estado de ánimo.
Las veces menos beligerantes, el simple frotamiento del arco sobre las cuerdas, obraban en mí como una mullida alfombra de piel de cisne, incitándome a entrar de puntillas en una especial atmósfera de serenidad. A veces, podías incluso llegar a ser tan puro como el canto soprano de un coro infantil.
Helena resucitaba un Lázaro de días putrefactos, invocaba una geología en grises sedimentada bajo escombros de otros días más sanos.
Volvió a sonar el claxon en la puerta del condominio.
—Creo que debes marcharte, un pitazo más y se irán. Eso será todo. No eres el único músico; conozco dos o tres que, por la mitad de lo que te van a pagar, aceptarían gustosos.
Me crucé de brazos, pero solo para rastrillarlos y tomar la manija del instrumento. Para despedirme, de mala gana, le di un beso frío. Cuando se le disolvió ese mal sabor de boca, yo ya había descendido las gradas espirales y estaba en el auto que me buscaba.
Los tipos se veían rudos. Pese a los gruesos ropajes que traían, la periferia de sus tatuajes desbordaban los puños y cuello. Lucían impecables los nudos de sus corbatas rojas y cualquiera diría que eran nudos hechos con tal inmaculado artificio que estaban dignos para servir en el ahorcamiento de una hada o un elfo, hasta de un unicornio si cabe la cita.
Franqueaban mi costado, codo a codo yo en medio y en el trayecto nunca abandonaron su posición de perfil. ¿Serían útiles en caso de que alguien intentara atacarnos? En lo particular creo que eran tan innecesarios como los botones en los pechos de los hombres. Lo único que podría beneficiarse de estos gorilas serían las plantas en el ciclo oxígeno—anhídrido.
Tras pasar el puente colgante de San Anselmo y adentrarnos en el barrio chino, avanzamos por la escollera hacia la zona de pescadores. El olor a harina de pescado no pudo con el perfume de los tipos que lo detenían en seco fuera de la cabina; solo ya cuando nos apeamos es que me atraganté de súbito con una bocanada de ese brebaje marino que infestaba el aire. Dejé de toser para aceptar un cigarrillo, el humo quizás…
—Le parecerá un lugar idílico para tocar —dijo en tono sarcástico aquel que parecía ser el jefe. El otro, festejó la broma ruidosamente, se bajó la bragueta y se apartó unos pasos para mear sobre una pared de ladrillos.
Los puchos de tres cigarros yacían en el piso cuando llegaron los otros.
—Bien, es hora de la música. —dijo el jefe comprobando si traía algo en el bolsillo.
—¿Tiene la grabadora? —sondeó el otro.
—Descuida.
Era un Maverick gris con placas del Guayas el que apagaba su motor y se abría como una lata de sardinas para liberar a seis tipos gordos que se esponjaron como cabezas de fósforo.
—¿Es usted el músico? —Estrecharon mi mano—. Ha sido largo el camino. Tloum en Sirio, Malvatrix en Caciopea y de allí la Tierra. Por fin llegamos a estas tierras de órbitas cónicas. —Miraron al firmamento.
—Discúlpelo por favor, se refiera al Sol. —habló el que parecía de mayor edad.
Mientras decían esto, yo ya había ejercitado mis dedos y superado el punto de no retorno; estaba decidido a tocar.
—Entremos.
Accedimos a un edificio de una sola planta, generoso en desdentados espacios donde una vez calzaron los vidrios, un lugar bastante descuidado y con maquinaria cargada de herrumbre. Reconocí en algunos artefactos de montaje los necesarios para separar las colas de las sirenas y enlatarlas como carne del mar. Un tiempo fueron abundantes en esta zona, a raíz del efecto genoma. El asunto de qué hacer con las capturadas, en lo concerniente a la cintura para arriba, tratándose de porciones humanas. A esa pregunta le daba respuesta el ampuloso cementerio que yacía detrás del edificio; abarrotado de lápidas.
—Allí estaba el tipo para el que tocaría. Él en si era todo mi auditorio, era la multitud personal sobre la que recaería mi talento. Me sentí un poco importante, quizás, salvando las distancias, lo que sentiría Shakira cantando en privado para el sultán de Omán.
Siempre tuve la ilusión de conocer un tipo originario de Terraseis, uno de los planetas extrasolares catalogado como gemelo del nuestro. Cuando le pusieron el ojo y enviaron humanos, de seguro sus formas de vida eran primitivas y resultaría lo mismo que confraternizar, en la cabeza de un alfiler, con millones de bacterias, pero en el tiempo que tardamos en llegar allá, el nuevo planeta desarrolló ya formas de vida más evolucionadas: tenía en mí delante a una de esas perlas.
El sujeto tenía un gabán color metralla, sé que tal definición no es un color propiamente, pero al verlo me desencadenaba un sonido en la cabeza y correspondía al que hace una metralla, por eso corresponde referirme así; por lo demás era cubos y prismas en la parte de arriba, mientras que abajo solo esferas de diferente volumen, siempre tratadas al degradé en colores apagados. Las figuras que ensamblaban su cuerpo trepidaron cuando empuñé el violín.
—Aquí lo tiene, si fuera un Picasso el joven valdría una fortuna. —rompió su silencio uno de los tipos gordos, versado por lo visto en arte y en picardías.
—Lo vale, a su manera lo vale —argumentó otro más circunspecto, mientras apilaba sus palabras pendulando el cuello afirmativamente.
Tomé posición, y a lo que vine.
Me decidí por un fragmento del concierto para violín en mi mayor, BWV 1 042, de J. S. Bach dado su carácter alegre. A continuación, ensayaría un trecho de lo más popular de un inventivo, melódico y profundamente romántico Max Bruch en su concierto opus 26 para violín en sol menor. Para terminar, algo minimalista de Philip Glass; un extracto muy antiguo (1983) de su concierto para violín.
Con Bach, el tipo rompió el alegato de que las figuras geométricas no varían cuando son proyectadas de un plano a otro. Recreó con su sombra extrañas sinusoides contra el trasfondo de la pared. Apeándome de mala gana, hice un alto, a solicitud de los tipos, antes de arrancar con la opus 26; lapso en que me ordenaron dejarlos a solas. Me guiaron donde esperaría.
Atravesé el umbral hacia lo que otrora sería un jardín donde me entretuve imaginando las posibles flores, colores e insectos que un día zumbantes saquearían el néctar. Como si de pronto, una mano generosa me hubiese entregado un impreso en blanco y negro de las comiquitas del conejo Maplethorp y sus aventuras en Tierratres y yo debía colorearlas para entretenerme.
Devolví las pinturas a su caja cuando regresaron por mí.
—Siga, dele con más fuerza: Pizzicatos, trémolos, ponticellos, col legnos, hasta glissandos si quiere, pero dele con ganas, la cosa va bien. ¡Le gusta!, vaya que le gusta —dijo levantando las manos en aspavientos. Regresamos.
Para mi sorpresa el tipo había abandonado su posición vertical y sus sólidos geométricos yacían un tanto distanciados, irradiando una luz violácea mientras giraban sobre su eje con pasmosa velocidad.
—Siga, ¡vamos! —aguzaron.
Con Brunch, los sólidos geométricos parecían querer romper sus cadenas magnéticas y palpitaban rasgados de un siseo incómodo.
—Déjenos a solas. —se repitió la dosis. Ya conocía el camino.
—Un poco más, lo está disfrutando —me llamaron luego de un rato, ya sin entrar a verme sino solo dando un grito omnipotente desde la otra habitación.
—El terraseis, ¿se ha ido? —ya no lo veía en su silla
—Allí está. Debe agacharse para poder verlo.
Sus formas habían sufrido una disminución de volumen y perdido el carácter translúcido. Ahora rotaban dispuestas en círculo, balanceándose como atacadas por un copón de sake.
Con mi interpretación de Grass, el sujeto creció a descomunal tamaño, golpeando una arista contra el techo y lanzando un estruendo desgarrador que me obligó a detenerme.
—¿Sigo? o ¿me voy a la salita? —busqué orientación.
—Siga. Termine; esa parte me gusta. —habló el gordo que se había abierto un emparedado y lo disfrutaba cabizbajo.
Aunque carecía del fondo de la orquesta, di los últimos arpegios con ritmo agitado, me mostraba conforme y luego vino el silencio absoluto.
Aplaudieron, uno de ellos se secó disimuladamente la mejilla, mientras el terraseis, se desinflaba para recuperar, con esfuerzo, su forma original. Me agradecieron. Uno de ellos me llevó hasta el auto y me condujo a casa.
Helena no había dormido y me recibió con una humeante taza de té. Se llevó el instrumento al cuarto bodega para ocultarlo a mi vista, ella sabía que en esas circunstancias sería capaz de echarlo por la ventana.
Me dispensó una vivaz sonrisa. Me aparté de su vista antes de que bostece y atribuí su sonrisa de satisfacción al gusto de haberse salido con la suya e imaginarse ya gastando el obeso cheque que me había ganado esa noche tocando.
Días más tarde emergía la figura de un holograma en el cuarto de comunicaciones, era una alebrestada esquela verbal del portavoz del Gabinete de Conflagración y Sosiego:
—Felicitaciones, el Concilio Galáctico se lo agradece y se da por conforme sobre su virtuosismo en las técnicas de tortura. Ni nuestros monjes inquisidores, traídos del pasado con la máquina del pretérito, han logrado lo que su violín. ¿De cuántas partes dice que está ensamblado ese aparato? y ¿en madera de que árbol? El terraseis confesó y la información ha valido para arrestar a la cúpula. Los tendremos a raya por un buen tiempo.
—Ochenta y cuatro. En madera de roble, de preferencia.
Paganini, Mintz, Ughi, Heifetz, Oistrakh, Menuhin, Mutter, son algunos de los agentes más celebres de la que yo engroso la lista. Desde que descubrieron los militares que la música del violín es tortura para los seres cubistas de Tierra Seis, los han estado rescatando, con su máquina del pretérito, para que ejecuten sus oscuros trabajillos. La diferencia con ellos es que los violinistas citados están lejos y para contar conmigo, los beligerantes solo deben tocar el claxon. Es difícil negarse si hay bocas que alimentar.
Jorge Valentín Miño / Quito - Ecuador 2023 |