Jorge Valentín Miño.
Palabras claves: exoplanetas, viaje, humor, misterios.
El viaje espacial es sin retorno.
Está previsto que el Sol se convierta en poco en una enana roja y engulla a la
Tierra. Ocurrió así la desbandada terrestre a refugiarse en los planetas exteriores. Nuestra misión viaja hacia Gliese 581 c, un planeta que orbita la
estrella Gliese 33, ubicada en la parte central de la constelación de Piscis a
20,5 años luz de la Tierra. No volveremos.
La luz que nos rebasó, era del
tamaño de una pelota de golf y resultó ser una nave terrestre. Con el ánimo de
aclarar los misterios de su aparecimiento tuvieron la gentileza, antes de
esfumarse, de arrojar en nuestro buzón un monólogo explicativo sobre su
aparición: “Somos la nave Tláloc III de origen terrestre. Al acercarnos a un octavo
de la velocidad luz nuestra apariencia les parecerá sobrecogedora, pero es
oportuno destacar que somos un crucero de normal envergadura con cien
tripulantes. Adiós”. Las especulaciones
sobre su aparecimiento y repentina huida fueron aclarados por la Tláloc II, que
nos alcanzó después; nave algo más lenta y al tamaño de una pelota de gimnasia.
Una representación holográfica de su capitana, surgida sobre la mesa del
comedor en horas de la cena, arrojó nuevos pormenores. Dejé de engullir los
frijoles para atender la exquisitez de sus botas, en cuero de caimán de la
Florida. Enmudecí ante las piernas mejor torneadas que un alfil de ajedrez, a
tono con unos muslos exquisitos engullidos por su apretada minifalda. Habló con
anacronismo:
—No temáis terrestres. Viajamos a Gliese
33 al igual que vosotros y es para mí,
junto a la tripulación que presido, motivo de orgullo alcanzar a la nave Horus,
célebre en los libros de historia que registran la expansión de la raza por el
Universo. En verdad os admiro. Fuisteis la primera lanzada en viaje para
prospectar un exoplaneta de apariencia terrestre. Vaya que me conmueve haberos
dado alcance —dijo y se levantó la blusa para dejar expuesto su pecho—. Pido,
si no os incomoda, como testigo de este
encuentro, estampe vuestro comandante un autógrafo en mi piel.
Ya complacida desvaneció su
inquietante presencia, llevándose la nave consigo.
Por lo suscitado, eran altas las
posibilidades de que aparecieran evidencias de la Tláloc I, así que ordené
amplificáramos los sensores y se montara guardia en las ventanillas. Esto dio
frutos cuando, parsecs adelante, captamos una señal en el monitor sinestésico:
sonidos verdosos, ácidas texturas, apestosos arpegios. A nuestras luces de contacto,
respondieron ellos con una frase en imperativo:
—¡Háganse a un lado! —pronunciada como
si no tuvieran a la derecha la mitad del Universo y a la izquierda la otra
mitad con suficiente espacio para rebasarnos. Noté, apegado a la condición
humana, que era una manera de hacernos sentir mal, dada su velocidad en
relación a nuestra parsimonia. Asustados por un chirrido y zarandeo de nuestra
nave, cuando pasaron muy cerca, enviamos al exterior un ojo de tantra (robot
ocular para observaciones metacognositivas). Los infelices nos habían rayado la
“carrocería” con un bajorrelieve en la imagen de una tortuga de ojos cansados
que levantaba una pata para dar el siguiente paso. Pensé que la simbología era
ofensiva y convoqué a la tripulación para un debate sobre su significado, lo
que arrojó a las claras ser un insulto y etiquetarnos así como “lentos,
pesados, torpes, pausados, flemáticos y acompasados”.
—Lirios negros. Pelusa contrapuesta.
Aceite de retardo nuclear. Es posible que encontremos por delante una nave aún
más lenta que nosotros y yo me encargaré de pintarle al aguafuerte, sobre su
“carrocería” un caracol. Lo prometo —postuló uno de los androides de servicio.
—Te avisaremos. Gracias.
Al
dios azteca Tláloc lo representan coronado de plumas de garza y esparciendo
semillas de maíz y frijol que después la lluvia hará germinar. Tláloc, el dios de la lluvia, el señor del rayo,
el que hace fluir los manantiales. Oportuno el nombre con que bautizaron esta
serie de naves que nos rebasaban. ¿Existirá una Tláloc IV? —Dejé expuesto mi
pensamiento en alta voz ante la mesa de reuniones y pasó un año terrestre hasta
que acudió la respuesta: “Si así aconteció debió alcanzarnos en primer lugar”.
Realizaba un balance sobre
combustible, víveres, personal y objetivos de la misión cuando fui interrumpido
en mi despacho.
—Masternauta, han tocado la puerta
de la nave. ¿Debemos abrir?
La situación que me presentaban era
inoportuna. Si algo se hubiese aproximado, estaría en el radar. La computadora
central me confirmó que los perceptores estaban en buena forma, así que no había
error. Acudí a la puerta y efectivamente, mis oídos concluyeron que alguien
golpeaba.
—Es un sonido como si estuviese
lloviendo afuera y alguien buscara posada.
Dispusimos el habitáculo de rigor
frente a la puerta, para no perder oxígeno y abrimos. Del otro lado aparecían tres
delgados hombres que usaban vaporosas telas de color verde encendido, se
mostraban descalzos y tenían en el rostro los colores de la salud.
—¿Es esta la nave Horus? Inquirieron
tímidamente.
—Sí y ustedes deben ser la Tláloc IV,
según deduzco —me atreví a vaticinar.
—No. Lo sentimos, la Tláloc IV
estalló a diez minutos de tomar pista a las estrellas.
—Lo siento. Es una fatal noticia —expresé
mis condolencias.
—Nuestra nave es la Odín, también de
origen terrestre. Fecha de liberación de la gravedad, el 17 210 de la Décimo
tercera Era Délfica —Giró el hombro para dejarnos ver su parche espacial cocido
en el hombro. Reconocí al dios de la mitología escandinava exhibiendo los símbolos de su poder: lanza
mágica y yelmo alado de oro. Odín rodeado de los cuervos Huginn (pensamiento) y
Muninn (memoria), junto a los lobos Geri (ansiedad) y Freki (glotonería), que
le llevan noticias de cuanto acontece en el mundo.
—Esta
esfera es Gliese 581 c, nuestro objetivo común —amplió detalles, señalando en su
parche la esfera azul verdosa suspendida en un negro intenso salpicado de
diminutas estrellas.
—Bueno...
pasen… sigan, pónganse cómodos. —propuse y ordené abran una gaseosa familiar,
un plato de mellocos y algo de pan de leche para agasajar a los recién
llegados. Sobre los pormenores narrados por los visitantes sobre la Tierra en
esos años de viaje en que perdimos contacto, había un lapso significativo con
notables avances tecnológicos importantes y de todo ello nos maravilló que
ahora pudiesen viajar con sus familias. Nosotros éramos solo hombres (me apena
decirlo, con muñecas de plexiglass de apoyo amatorio), pero ellos podían
reproducirse y a la hora de nuestro contacto ya tenían niños de pecho en su
tripulación (sana envidia). Insistieron en que aceptáramos sus obsequios antes
de partir y que los abriéramos solo cuando ya se hubiesen marchado. Con
lágrimas en los ojos nos abrazamos y despedimos tras compartir una cazuela de
mariscos espolvoreada en ajonjolí ácido, que mandé exclusivamente a preparar
para atender su partida. En poco, Odín encendió sus motores y se perdió de
vista.
¡Celebraríamos
la Navidad! —lo decidí, así repentinamente, sin importar que en ese año sería
junio en la Tierra—. ¿Hace cuánto que no teníamos una Noche Buena? En un ataque
de locuacidad imaginativa, dispuse que en los cuartos fríos del coagulante de
refrigeración montaran un árbol de pino con bombillos y luces de colores. Los
droides improvisaran villancicos y personalmente, abriría los obsequios dejados
por los extranjeros al pie del arbolito.
Daba
apertura a la primera caja cuando fui solicitado con urgencia al cuarto de
máquinas para atender el aterrador informe de que el motor principal no estaba
y que sobre su desvanecimiento, las cámaras de seguridad apuntaban a los
extranjeros como culpables. Sin el motor, estábamos varados y el viaje no prosperaría.
—Masternauta,
—levantó el alférez uno de los obsequios dejado por los visitantes.
Llevaba
marcado mi nombre y lo abrí con cuidado de no romper el celofán. Se trataba de
un mapa sideral de ese cuadrante con quince parces de radio. Instrumento muy útil
sin duda y llevaba una nota al pie: “Gracias, lo sentimos mucho, pero si lo hubiésemos
pedido sabemos que no nos hubiesen concedido. Se nos descompuso el sacapuntas
de a bordo y su modelo de reactor nuclear es el único que podría echarlo a
andar nuevamente. Tuvimos que robarlo, lo siento. Es de muy mal gusto, usted lo
sabe, escribir con puntas romas”. Firma: Dominique Sebastopoulos, comandante del
Odín.
Me
entristeció la idea de que nos hayan dejado cagados, a medio camino de ninguna
parte, solo por atender una nimiedad sin la que se puede vivir. Me eché a
llorar sin importar me vean y el ejemplo que pueda dar a la tripulación. Me
encerré en mi camarote durante semanas para meditar en la compañía de una
botella de whisky y agua seltz. Me emborraché y dormí en abundancia. A mi
salida, días después del lamentable evento, descuidé usar uniforme y entré en
pijama, despeinado y mal oliente a hurgar la alacena en busca de comida y
pastillas para el dolor de cabeza.
—¡Masternauta!
Qué agradable sorpresa tenerlo con nosotros nuevamente —habló así el tercer
oficial que también era el cocinero y salía en manos con un humeante charol
colmado de humitas de dulce. De su propia voluntad, en el acto, me preparó unos
huevos revueltos en aceite y ajo más una taza de café. Me crucé de brazos
apoltronado ya en un alto taburete y fue cuando me mordí el labio queriendo
hablar mientras comía por encontrar con asombro la evidencia de movimiento en
las estrellas deslizándose por la ventanilla.
— ¿Está usted bien? —preguntó el
oficial.
— ¡Santo Cielo! ¿Cómo es que estamos
otra vez en marcha? —me levanté para volcarme a la ventanilla.
—Se
lo explico. Cuando se marchó la Odín, dejaron su basura espacial flotante a la
deriva, la recogimos y ¡adivine qué! ¡Oro en esas fundas! Nuestros científicos
apartaron la basura de la basura, usted comprenderá, y se toparon con retazos
de una máquina, ignoramos su función, de la que han reparado y adaptado su
motor y listo, ahora, con su ayuda viajamos a un octavo más de la velocidad que
teníamos y llegaremos un poco antes de lo previsto.
Me
condujeron a ver ese artilugio. La sala de máquinas lucía renovada y
efectivamente, en el medio giraba insonoro un cilindro azul transparente con
bolitas grises, el motor calzaba en el compartimento y se alimentaba
perfectamente con nuestro combustible.
—¡Gracias
chicos! Buen trabajo. Si aparece la Odín II, les disparamos sin preguntar.
¿Entendido?
—¡Sí
señor! —unísono.
—Ya
no podemos correr riesgos. —Bostecé y volví a mi camarote.
Vivimos,
luego del incidente, un periodo escaso de emociones y convenimos hacer
reuniones esporádicas, para comentar las visitas de las naves terrestres que
nos habían visitado y así mantener viva la memoria histórica; además mandé,
para ratificarnos que no fue alucinación lo que vivimos, a entrenar un loro
mecánico para que en los inicios de año repitiera: “Fuimos visitados por otros
humanos, fuimos visitados por otros humanos… ”. La frase del pajarraco se
volvió un detonante que disparaba las expresiones creativas de la tripulación rememorando
los eventos. Video, teatro, títeres, arte plástico, comic y otros recursos
apoyaban la persistencia del inconsciente colectivo. Estas eran nuestras “Olimpiadas
de la Memoria”, si cabe el término.
Reconfortaba
saber que respetábamos el camino trazado y que haya sido también abordado por
nuestros predecesores en sus bólidos lumínicos. Nos esponjaba de orgullo, como
una galleta en un vaso con agua, el saber que nuestros científicos terrestres
no descansaban en diseñar y en construir naves cada vez más veloces y lanzarlas
al espacio con gente tan díscola. Solamente había la oscura sospecha de que
esos adelantos técnicos hayan sido el resultado de la guerra —es sabido que
acelera la inversión tecnológica—. ¿Guerras por el agua?, ¿religiosas? o ¿por
cambios climáticos? Serían preguntas que esperaba hacer si nos daba alcance
otra nave terrestre.
—Buenas
noticias Masternauta, estamos por llegar —me informaba la teniente Vargas. Se
trataba de una mujer eficiente que llevaba la lógica del ahorro al extremo de
para ganar tiempo al nuevo día desayunaba en la noche anterior; era así de
extraña esta mujer, pero bullía en ideas y ese era su don. Ultimadamente había
conseguido mi aprobación para inaugurar un cine en la nave, algo de elevado
ingenio y muestra de chispa creativa. El sistema consistía en insertar, al azar,
en las almohadas de los tripulantes una registradora de memoria onírica; algo
simple, pese al nombre rimbombante este que le han dado (Cine Cronosubjetivo) y
consistía en una caja, que entra holgada en el puño cerrado y su tarea es la de
filmar los sueños. Que el sistema de edición sea de carácter aleatorio permitía
editar lo más extravagante de los soñadores, cinta que Vargas las proyectaba en
los salones públicos, con provisión de canguil y nachos, al mejor estilo de los
cines 3D del siglo XX. El personal gusta de estas exhibiciones y los estudios
recientes indican que otorga idéntico masaje cerebral que ocho horas de sueño,
por lo que nuestro médicos lo recetan a los que salen de las agotadoras
guardias de avistamiento para ejecutar maniobras evasivas contra los asteroides
de eventual impacto (inclúyase estrellas errantes —100 km. por segundo—).
—Masternauta.
¿Entramos en maniobras de aproximación?
—Sí
querida. Será un alivio la idea de estirar las piernas. Gracias. —dije
devolviendo el limón al plato de china y meciendo mi taza de té. Con la
porcelana en mano, me dirigí hacia la cabina de mando para ver la estrella
destino crecer ante mis ojos como lo haría en el beisbol una pelota lanzada en
dirección a la tribuna. La teniente Vargas me había seguido de cerca. Atendí su
observación:
—Pero
hay algo más señor. Se trata de una nave. Aquí. Esa pequeña mota entre
Aldebarán y Sirio. Humedecí mi pañuelo con mi aliento y lo restregué sobre el
panel. Efectivamente, no era una mancha de este lado de la nave y pensé que podría
estar del otro lado pero, aunque eso era posible, no saldría para comprobarlo.
—Comuníquense.
Envíe un mensaje en todos los idiomas conocidos.
—Lo
hicimos ya. Son terrestres. La abordaremos por la mañana.
En
el espacio no hay mañana ni noche y para palear esta deficiencia de salida y
puesta del sol, los biólogos del proyecto dieron como solución radiar por los
altavoces la intervención del canto de un gallo a las seis de la mañana, hora
de Madagascar.
A
una hora extraña en que me debatía entre dormir con pijama o con una camiseta del
Deportivo La Coruña, cantó el gallo y salí al puente.
La
nave resultó ser un trirreme vikingo y subestimando su forma y velocidad,
aprobé se ejecute la idea del droide que propuso, unos parsecs atrás, marcar en
su carrocería un caracol. Resultaba tonificante encontrar en el espacio algo
más lento que nosotros. Les rebasamos, abollamos su carrocería y descendimos.
Precedía,
a la bandera terrestre, el estandarte de la Horus con la inquisitiva
envergadura del halcón con cuerpo humano. Como esperábamos, el viento era
intenso y ondulaba magníficamente nuestro blasón. Había ensayado, con antelación,
lo que diría al tocar tierra; serían unas breves palabras para heredar a la
posteridad, diría: “Reclamo esta tierra en nombre de la Confederación humana…”,
pero, obra del azar, ocurrió que resbalé, estando por abandonar la escalerilla
de desembarco y la alocución que me salió fue: “!Quién puta mierda arrojó esa
cáscara en el suelo!” y eso pasaría a los libros de historia, en vez de mi
calculada oratoria.
—Es
el simio mascota del cocinero que ha salido antes y nos ha precedido topando
tierra. Mírelo allí, en ese “árbol” —intervino Vargas, muy lúcida en sus
observaciones.
—Está
bien Vargas, que no sea vaticinio esto y en lo futuro sean los simios quienes
reclamen como suyo este planeta y se revelen. Haremos algo, encierra al mono y
altera los videos del desembarco, usando tu artilugio recolector de los sueños:
escoge de todos los sueños de la tripulación registrados en el último año luz
de viaje, uno de carácter premonitorio, que me deje bien librado para los
libros de historia y reemplaza estas burdas escenas.
Vargas
acató el pedido. Pasados unos días en que nos acomodamos en una caverna de
granito al pie de un mar hinchado de vida, me mostraba los videos finalistas y
de los que más me gustaron, elegimos el de una cosmo bióloga que narraba de la
siguiente manera nuestra llegada a Gliese 581 c: “Emerge en el horizonte el
plato metálico de la Horus, liberándose por su velocidad, de una nube
enrarecida de color plata...” Aparecía un primer plano de mi rostro en la
ventanilla, con el brillo de la dicha agazapado en mis ojos radiantes de
ingenuidad. Vargas, detrás, recogiendo esa lágrima para donarla al archivo como
vestigio de ese momento cumbre en la vida del hombre en que, abandonaba su cuna
para gatear en un mundo gemelo. La nave descendía, se abría la puerta, aparecía
la bandera terrestre, luego el blasón de la Horus y detrás el desfile que, al
son de saxos y baterías, arrancaba en un vistoso carnaval, la tripulación, guiada
por quien les habla, tomando definitivamente, a paso resuelto, la pertenencia
de este planeta. Muy detrás, cerrando la marcha, sobre la nuca de un soldado, presentaba
al mono comiendo una banana y guardando educadamente la corteza en una funda
para desechos orgánicos. Quedé satisfecho con la manipulación autorizada de los
videos de desembarco.
—Masternauta.
Ha regresado la patrulla. No hay evidencia de las Tlaloc ni de la Odín que
hayan llegado y expandido su influencia en este planeta. Radiamos en todas las
frecuencias y el espectro de vida solo muestra sobre Kepler 10-b a criaturas
aladas y exoesqueléticas con base en ADN de tres espirales, muy ajena a nuestra
configuración y a esas babosas enormes.
—De
muy buen sabor por cierto —acoté. Ya había, en privado, saboreado algunas.
Encontraron una ciudad próxima. Hicimos el camino abriendo
trocha con nuestros machetes sobre la tupida maleza. Lo único rescatable era la
presencia de estos persistentes caracoles que nuestros galgos los comían con
delectación. El espectrógrafo gastronómico, arrojaba vestigios de fructosa, zinc,
triptófano y carnitina en su composición y viendo que no les hacía daño a los
animales, algunos de los nuestros también los probaron. Encontrándolos
personalmente sabrosos ordené que los recolectaran y transportaran a la nave
para la cena.
Avizoré un terraplén con las ruinas de una desvencijada
puerta de bronce. Reconocí en la simbología de sus relieves la presencia de
alguna de las misiones Tláloc. La observación fue corroborada por la
inscripción al pie con los nombres de los integrantes de la misión Tláloc III
repujados en planchas de granito rosa. Pero sus hacedores no estaban.
El resto del trabajo y las conclusiones las sacarían
los arqueólogos, así que dejé todo en sus manos y me retiré al vivac para
revisar como avanzaba la cartografía del planeta, gozoso de saber que los
climas, en todas las latitudes, eran favorables a la condición humana.
Esbozaba la manera de repartir las tierras, explotar
los metales y redactar ciertas leyes para aderezar de armonía a las colonias. Recibí
periódicamente hallazgos reveladores. Reseño lo destacado en el orden que me fueron
expuestos:
Auizad resultó ser el nombre de la metrópolis y
retirada la maleza mostró solo ser la punta de un iceberg de construcciones
monumentales que se tejían por todo el continente y poseían, a la hora de su
desaparición, aquello que marca a una civilización evolutiva en la clase 3, según
el catálogo Obert Simpson: desarrollo nuclear, apatía por el prójimo y
decadencia de los combustible fósiles.
Habían sido terrestres efectivamente, datos
corroborados por la exhumación de sus osarios, progenie de la Tláloc I y II
fusionada, según los libros digitales encontrados en sus bibliotecas que
revelaban su arribo, auge y caída. Luego, debido a una mutación, los humanos degradaron
en esas babosas que nos comimos sin saberlo. (Escupitajo al suelo).
Los estratos expuestos por la excavación, mostraban
enormes peinillas de hierro que habían sido instituidas en sitios de culto.
Posiblemente atribuidas a la existencia de los cabrones que nos robaron el
motor, pues muchos de mi tripulación, en la visita, notaron esa manía constante
de usar peinillas recurrentemente para acicalarse el pelo con enfermiza
delectación y mirarse al espejo para acomodarse las gabardinas. El asunto fue
concluyente cuando encontramos otros utensilios de belleza bajo un afiche de Elvis,
eran restos de carbón vegetal, leños, huesillos de roedores, conchas de mar…
Mummi y Nummin ni más ni menos, presentes en lo frontal y anverso de monedas en
bronce…
—Masternauta.
—Estoy
llenando la bitácora.
—Pero… es
importante.
— ¿De qué
se trata?
—Los
vikingos, el trirreme que rebasamos, ha llegado a la playa. Los hombres rubios
merodean la costa. Amenazan con quemar el campamento si no hablan con nuestro
regente.
Era verdad, allí estaban, corpulentos e inquietos, descalzos
jugando en la arena beach voley.
Apagaron las risas y detuvieron la pelota a mi llegada.
—Hola,
solo estamos abriendo camino al comercio. Estamos de paso, nuestro objetivo es
esa luna de hielo, el clima va con nuestro flemático temperamento. Necesitamos
sus máquinas para recoger algo de vanadio y nos iremos. A cambio de sus favores
les entregaremos esto; son organismos parasitarios que por, un poco de agua,
ceñidos en el paladar del huésped, soltarán en su torrente una sustancia que
atenuarán los radicales libres.
Les ofrecí consultarlo con el Concejo de Ancianos (solo
dije que había un Consejo de Ancianos para impresionarlos), pero no he vuelto
por allí, ni pienso hacerlo, detesto el vóley de playa. Quizás; si practicaran
el indor, la cosa estuviese mejor
encausada. Por si fuera poco los caracoles, que resultaron inteligentes y versados
en litigios legales, me han entregado una denuncia: indican que embestí
intencionalmente al trirreme vikingo y que debo arreglar el vehículo y pagarles
indemnización (Revisaré en la caja fuerte de la nave, me parece que la Horus
tiene algún seguro que cubre estos imprevistos).
Esta mañana, nuestras máquinas escrutadoras del cielo
han confirmado con sus lentes que ha ocurrido lo esperado: el Sol se ha
convertido en una enana roja y engullido a la Tierra.
Como detalle pintoresco, cito que el mono ha preñado a
una especie de mamífero local. Abdico y vuelvo al espacio. Vargas se quedaría
al mando.